viernes, 13 de julio de 2012

El valor de las emociones





El fin de semana pasado transmitían la final de Wimbledon por TV.  Se disputaban la copa Federer y el joven Andy Murray. El primero jugaba su última posibilidad de superar en récords al legendario Pete Sampras. Murray era la esperanza británica. Sobre sus espaldas descansaba la expectación del Reino Unido que hace más de 74 años no llegaba a la final.

No pude despegarme. Federer logra el punto de distancia que necesita para ganar y se arrodilla en la cancha. Lo logró. Le entregan el micrófono a Murray, justo antes de darle la copa a Federer. El joven británico llora de la emoción, reconoce sus limitaciones y dice: “cada vez estoy más cerca”, se le quiebra la voz, hace un silencio pero no logra contener las lágrimas, se recupera y destaca la valía de su contrincante y se acerca para abrazarlo.

¿Mi reflexión? Murray también ganó, se hizo más grande. Al dejarse tocar por sus sentimientos públicamente, se fortalece y gana seguidores. Incluso personas como yo, tan alejadas del mundo del deporte, estaremos pendientes ahora de su carrera y apostaremos por su logro. 

Se trata de una evidencia más del valor de mostrar nuestra emocionalidad. Desechando la creencia de que nuestros sentimientos nos hacen vulnerables y, por lo tanto, débiles. 

¿Cómo son las personas que tienen altos cargos en nuestras organizaciones? ¿Qué los hace grandes y qué los hace pequeños? ¿Con qué criterio estamos otorgando cargos de autoridad? ¿Cómo se comunican nuestros líderes? ¿Cuáles son los resultados? Tal vez sea propicio este tiempo para discutir cuáles son las consecuencia de ir en contra de aquello que nos define como humanos. Es eso.

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