Como capacitadora (y también desde otros roles, como el de
mamá, por ejemplo) nunca dejaré de sorprenderme del poder que tienen las
historias para compartir una experiencia.
Sentarse en una mesa o pararse frente a un grupo y decir
cualquier variante de “ érase una vez”, es una fuerza que llama la atención de
los presentes de manera poderosa.
Se trata de un magnetismo que se suele comparar con la fascinación
del hombre por el fuego, el poder de una fogata para convocar a la tribu.
Relatar una experiencia, así sea ajena, así haya ocurrido “hace
mucho, mucho tiempo”, siempre compromete a quien la emite, su cuerpo, su voz y su emoción se coloca por entero en lo que se cuenta. (¿Y es que acaso pueden llegar a nuestra boca palabras que signifiquen cosas que nos sean realmente ajenas?)
Valoro el relato como capacitadora, porque tiene la virtud de
cambiar el ambiente, de modificar el ánimo, de dejar en quien escucha imágenes
que no se borrarán nunca.
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