La Sra, Nelly coordinando los turnos. |
Caminaba con paso atlético. Mi hija de un año iba en el coche. Las nubes se movían violentas, cambiándole el semblante al día. De pronto, se hizo instantáneamente de noche. Comenzaron a caer gotas gruesas, una tras otras. Me refugié bajo un techo, de esos que salen hasta la vereda. (Para quienes viven o han vivido en Buenos Aires, decir que iba por una calle de Belgrano da la idea de lo que se podía venir) El agua subía estrepitosamente, amenazaba con hacer de la acera su cauce.
Silvia y la señora Nelly me miraban
desde una ventana panorámica, golpearon el vidrio para llamar mi atención. Hicieron
con sus manos un gesto imperativo: “Entre ahora mismo”. Pasé y me di cuenta que entraba a una
peluquería, la que hoy -cinco años después- llamo “mi peluquería”. Tenían a la
mano una toalla, me sirvieron café y nos sentamos en los sillones de la
entrada, haciéndole conversaciones y juegos a mi hija que era, por cierto, la
menos preocupada por una inminente inundación.
Todo esto viene a cuento, por un
trabajo que adelanto relacionado con lo que se conoce como “atención al cliente”.
¿Cómo transformar la cultura de nuestra organización de manera tal que quien
atienda al cliente lo legitime como tal y se vincule con él en consecuencia?
Esta fue la primera pregunta que gobernó el primer papel de trabajo al
respecto. Y entre las líneas que iba trazando vino a mi memoria este episodio de -la que hoy es- mi peluquería en Buenos Aires.
Esta acción de Silvia Altamirano
(experta en tintes) y la señora Nelly (la que coordina los turnos y citas de
peluqueros, coloristas y manicuristas) produjo en mí la posibilidad de distinguir
la peluquería. Nunca antes la había visto. Mientras pasaba la lluvia, ocurrió un espacio
distendido de conversación -sin objetivos- que me llevó a pensar en miles de
posibilidades para mi pelo –liso, rojo, corto-. Ellas no querían venderme nada,
estábamos esperando que pasara la lluvia y yo aprovechaba la compañía de estas
expertas para pensar en hacer de Pablo Conte, mi peluquería.
Los resultados del trabajo que
desarrollo aún no están completos. Sin embargo, uno de los fundamentos que lo
sostiene es que no podemos darle una buena atención al cliente, sino vemos
detrás del cliente al ser humano. Si sólo vemos al cliente, estaremos estableciendo
una relación contractual con el otro, y eso -precisamente- es lo que desgasta
las relaciones.
En esta peluquería (debo decir
que queda en Virrey del Pino 2482), he visto a las peluqueras recibir a señoras
cuya edad apenas le permiten avanzar por sí solas. Las he visto con paciencia,
esperarlas en la calle, ayudándolas a bajar del taxi. Y me pregunto: ¿Alguien
les ha dicho que lo hagan? Definitivamente no. Lo hacen -y esta respuesta es
conmovedora y reveladora- porque hacerlo las “hace sentir mejor”.
He hecho más observaciones. Prometo
otros post al respecto, vinculando todo a la transformación cultural que
implica esto de centrarse en el cliente. Por ejemplo, Pablo Conte, mi peluquero, merece
un capítulo aparte, así como la baja rotación de personal de la peluquería.