El taller artesanal es un laboratorio, un
yacimiento, un manantial de agua fresca para quienes disfrutamos el quehacer de
las Comunicaciones Internas. Entrar al lugar donde está el zapatero y su hijo,
donde el carpintero y su nieto, donde la señora -que hace tortas por encargo-
rodeada de hijas y sobrinas, es para mí un banquete. Me quedo observando expectante
a ver cuándo y cómo se comunican.
Y es que -en estos ámbitos artesanales- la gestión
del conocimiento es impecable. Parece que la hija hubiese sido tocada por la
magia de su madre que le enseñó a hacer y decorar tortas para novios. ¿Y es que
usted le explicó muy bien cómo hacerlo? Pregunto yo, que estoy de paso, a la
dueña del negocio. Pero quien me responde es la hija, y me regala una de las
mejores, más sólidas y sencillas de las enseñanzas: “aprendí mirando”, me dice y
sonríe de oreja a oreja.
Al respecto se me abre un abanico de reflexiones. Pero,
por el momento, dejo registro de una. Cuando crece el emprendimiento y viene
con el desarrollo la dispersión geográfica de una compañía, perdemos ese mirar constante
al otro que nos lleva al aprendizaje y, por qué no decirlo, a la maestría de un
oficio.
Y es precisamente en esa distancia con el otro donde
la comunicación interna tiene un gran reto: debe unir y estrechar esos vínculos
que, con el tiempo y el espacio, se diluyen.