Rocío se llamaba una de mis
profesoras de pedagogía. Ella tenía ascendencia prusiana, o parecía tenerla. Seria, impecable, rigurosa. Poco generosa en
la sonrisa, parecía una eterna exiliada de los territorios donde reina una
carcajada.
La profesora Rocío había sufrido
algún accidente y una pierna postiza -por lo menos eso recuerdo- acentuaba en
su corporalidad sus maneras mecánicamente perfectas para redactar, comunicar y cumplir
con los objetivos estipulados para una clase. Eso nos quedó, a la gran mayoría
de sus discípulos, totalmente claro.
Sin embargo, nunca olvido cuando nos
advirtió que una buena clase siempre tenía en su contenido un toque de humor, de amor y de sexo, “en tanto
son ingredientes que siempre atrapan la atención de los estudiantes”. Ella -con
haber pronunciado estas tres palabras juntas- logró el silencio de todos
nosotros y, por lo tanto, nuestra total atención, retención e incorporación del
más profundo sentido de lo que decía.
Veo hacia atrás y reconozco en esta escena el evento
iniciático que puso sobre la mesa de mi ocupación -como profesora/ facilitadora del aprendizaje-
el valor de hacer de mis talleres, clases y charlas no sólo un espacio
entretenido, sino también divertido, donde se puede vincular el bienestar con
el aprendizaje.
Uno de los indicadores de éxito
de los talleres son las sonrisas -y también la risa- de los participantes que -además- oxigenan el
cuerpo, lo descontractura, colaborando con la incorporación de nuevos
conocimientos. Hasta mi profesora Rocío, que parecía tan estructurada, así lo reconocía.